El día en que me enteré de que Juan Gabriel seguía vivo

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Estas historias son inspiradas en lo que nos cuentan y preguntan algunos clientes: "¿Juan Gabriel sigue vivo?".

Hace años, en la primera fila del Instituto Nacional de Bellas Artes, veía por primera vez en vivo a Juan Gabriel. Tenía varios tragos en la cabeza, pues nos habíamos reunido con algunos amigos antes del concierto para festejar la dicha de verlo.

Siempre fui fanática de los conciertos con gritos, de las canciones que se repetían y de la euforia incontrolable cuando sonaba mi canción favorita.

El gusto por Juan Gabriel lo heredé de mi madre, las mañanas empezaban con un café negro y unos ojos cerrados que tarareaban:

“Dime cuándo tú, dime cuándo, dime cuándo tú vas a volver eh eh eh eh” 

“Me nace del corazón decirle que usted es mi vida, que no sé vivir sin usted, que no sé vivir sin usted. Disculpe que se lo diga. Pero es que no aguanto más, este amor me calcina. Me nace del corazón, y el corazón me domina. De usted me he enamorado, quiero decirle mil cosas, que llevo poquito tiempo sintiendo esto por usted (...)” 

Entre bares y tequilas ella se había convertido en una de las mayores fanáticas del Divo de Juárez y yo, en todo lo que ambas queríamos que yo fuera: la dueña de mi propia empresa y la CEO de uno de los Marketplaces más grandes de México con muchos clientes en LATAM.

Fue crecer al lado de álbumes e imitaciones entre sonrisas. Mi madre falleció hace un par de años y de ella me quedaron las mejores canciones de Juan Gabriel. Ella fue más música que palabras y más rancheras que cualquier otro género musical.

Idolatré tanto a Juan Gabriel que cuando abrí aquel correo me sentí una chava con sus dedos oliendo a nicotina y el aliento a tequila, mientras veía a su ídolo cantar la canción de las madres ausentes a menos de 1 metro de él. No podía creer que aquel artista que había atravesado toda mi infancia y carrera profesional, estuviera vivo. "¿Juan Gabriel sigue vivo?" - me preguntaba.

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Pude verlo a menos de un metro sonreírme, mover los hombros y caderas con fuerza mientras me cantaba sin pudor ni pena: “Y no puedo hacer ya nada por ti, ya nada por ti, ya nada por ti”.

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